Norberto, centén de oro

NORBERTO, CENTÉN DE ORO

Cuando era pequeño y me subía a un gran nisperero que tenía mi familia y cantaba que yo era un mono titiritero y me reía del mundo entero, estaba lejos de derramar lágrimas por el dolor de la muerte de mi primo Norberto.

Los recuerdos de la infancia son imborrables. Mi madre me enviaba con asiduidad a La Palma, cuando todo allí era dulzor de rapaduras y de merengues que mi tía Maximiana me ofrecía a manos llenas. Querían que disfrutara del campo, de la vida plena y campesina, de toda la familia y sus amistades. Gentes cariñosas y mujeres de un mimo crepuscular que guardo en mi memoria como almíbar de momentos que han valido la pena.

Se trabajaba entonces de sol a sol, aún a pesar de que se tuviese una situación desahogada. San Antonio era bellísimo, por sus huertas, por sus flores de acebo y sus rosas, sus establos y sus cabras, y que tanto visité sobremanera con Norberto. Un ser maravilloso, que nunca hizo daño a nadie. Obediente y laborioso como pocos y fuerte como un caballo. Sonriente y expectante a cualquier gesto amigable y bondadoso. Yo recorría el pueblo hasta el Socorro, a los Cancajos, por veredas y atajos. Por todos los terrenos hasta la finca de La Pata, en tremendas labores, en sorribas y riegos. El me enseñaba el mecanismo de las atarjeas, y la magia del agua; me llevaba a las cuevas benahoritas, con su socarrona sabiduría y sus ojos chispeantes viéndome disfrutar. Yo me sentaba a su lado en los banquetes de boda de mis primas en La Sociedad. Esperaba a que su hermano José lo afeitara en el patio junto al lagar, con barbera navaja, más allá de las plataneras y el aljibe, mientras un gato de angora acechaba aquel mundo de estanques y de sótanos y boniatos, pesas romanas, piletas y pajeros y vacas y mi candil coronado de aromas que solo existen en los sueños.

Nuestra mente está llena de presagios, muchos de ellos que no deseamos atender. Son tiempos difíciles los de ahora, pero quizá no tanto como los que vivieron nuestros antepasados. La guerra, la emigración, la gran tragedia: la riada. Pero de cada situación extrajeron lo mejor que tenían para nosotros, a veces sólo un beso, o un abrazo, un bolívar venezolano o una leontina cubana, un marquesote, el crujiente merengue. Lo que queda grabado en el tacto, en el gusto en los otros sentidos, no sólo en la retina. El nisperero ya no existe, ni el olor de la lonja o la bodega, ni el tío José Manuel, ni Juan “el de casa”. Tampoco aquel establo de la Mocanera. Ni el fémur aborigen que se entregó a un museo. Pero la sangre llama y hay que pagar con lágrimas la deuda contraída con Norberto y su alma.

@Roberto Cabrera García

Publicado por aulapress2016

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